10/2/13

DECIR NO

Recorre con sus dedos, la perfecta línea del doblez de un papel glasé. Sus ojos se centran en un punto y sus dedos doblan a la perfección, con exactitud milimétrica cada triangulito, hasta formar el papelito en una flor. Cada doblez es un impulso que lo lleva a sonreír. Hace años que hace esto, desde que la vida le llevó lo más preciado, desde que las drogas lo alejaron del mundo de los vivos, lo llevaron a su autodestrucción. Andrés paseaba a su perro el día que conoció a Paco, un par de pibes del barrio se encontraban en la esquina tomando cerveza y fumando algo que los llenaba de risa. Se acerco curioso: -¿Querès probar? – Una voz interna dijo: -no- , pero no fue tan fuerte como la curiosidad que sentía. Si hubiese estado ahí su mejor amigo, su padre o alguien, no hubiese probado, pero estaba su perro. Primero sintió un humo intenso internándose en su garganta, se ahogó, le llenó los ojos de lágrimas. La segunda bocanada le liberó la imaginación, que salió despedida a un mundo geométrico de colores vivos. Tomó un sorbo del pico de la botella y ya no recordó más. Cuando despertó estaba en su cama, bien tapado, era de día. Pensó que había sido un sueño, pero al intentar levantarse de la cama, un asco en el estómago lo trajo a la realidad. ¿Qué era eso que fumó? ¿Cómo llegó a su casa y a su cama? Ninguna pregunta tuvo respuesta pero todas llevaban al paseo con el perro. Desde ahí su rumbo se torció, empezó su descenso directo, ser gloria del equipo de fútbol al que no la ve ni cuadrada, a sus notas les faltaba el cero a la derecha. Llamaron a sus padres más de una vez para tratar de encontrar una solución, pero ellos estaban demasiados preocupados por su vida profesional como para diese cuenta de lo que sucedía. Atribuían al cambio de edad y a todo respondían: -Ya va a pasar. Pero nada pasó, todo siguió su curso, el marcado por Paco. No le alcanzaba su mensualidad, y empezó a robarle a su familia, primero de a poquito, luego abiertamente. Llegó a intentar golpear a su abuela para que le dé todo el dinero que pudiese. Eso fue el punto cúlmine. Ahí se le cerraron las puertas, sus padres reaccionaron de la peor manera, lo internaron en una clínica y se desentendieron de él. Andrés se sentía acorralado, le faltaban los colores de su mente, sentía que se secaba como una planta sin riego. Ese mundo no era el suyo, pero tampoco sabía cuál era su mundo. Se miraba y sólo veía espejos rotos a su alrededor. Una tarde, estaba sentado bajo los árboles de la clínica haciendo flores de papel cuando se acercó una mujer que parecía conocerlo decía ser su madre, pero él no recordaba a nadie, solo a la enfermera que lo ayudaba a salir de esto. -Hola – dijo ella sentándose a su lado. -¿Quién sos? -Amanda, tu mamá. -Yo no tengo mamá, ella me dejó acá cuando era chico y se murió. Su madre parecía consternada, de pronto rompió en un llanto abrupto y le pidió perdón. Le dijo que todos estos años lo extrañó, pero que su padre no la dejaba venir porque sentía que lo que él le había hecho era una humillación. -No entiendo nada, no sé quien sos, a mí me dejaron acá drogado, sucio, borracho. Esperé mucho tiempo a que me vengan a buscar, pero nadie vino y de la nada aparecés vos, diciendo que sos mi mamá, perdóname, pero no te creo – dijo con una calma que solo hizo que ella llorara más. El sol se ocultaba cuando llegó la enfermera con un toallón y sus ojotas. -Andrés, cielo, es la hora de tu baño – y agregó – veo que ya viste a tu mamá. -Esa señora no es mi mamá, mi mamá es la que me cuido, bañó la que se bancó mis crisis de abstinencia, la que me enseño a leer y a escribir, a hacer estas rosas, mi mamá sos vos – dijo al borde de las lágrimas. Amanda lo miró, secó sus lágrimas y se fue. Andrés y Lucía, la enfermera, se quedaron bajo el árbol un rato más, en silencio; luego siguieron con la rutina. Pasaron unos quince meses desde ese encuentro, una mañana del mes de abril, luego de un control exhaustivo los médicos le dan el alta y Andrés sale de la clínica acompañado por Lucía, ahora su acompañante terapéutico, él había encontrado un trabajo como florista y vivía en el departamento heredado de sus padres. Se sentía feliz con su recuperación. Ya era un señor de treinta años. Había perdido su adolescencia y parte de su juventud, pero todavía conservaba su vida, una muy nuevita para estrenar. Una tarde salió a pasear con su perro, solo, en una esquina, un par de pibes fumaban paco y tomaban cereza. -¿querès probar? -No, gracias. -Pero, te hace volar. -No gracias -Sos un cagòn -No – dijo – soy un sobreviviente de esa cosa que te quema el cerebro. -¡Es un amigo! -No, si fuese un amigo no me hubiese hecho perder todo. Y Andrés siguió su paseo con el perro, pensando lo que se hubiese evitado, si cuando tenía quince años, hubiera dicho NO. (12-noviembre – 2010)Edith Andrea Tessari

HERMANOS


Llegamos a Ushuaia con el frío en los huesos. -Mi vida por un chocolate caliente, casi aullé, bajando del auto. Entramos en una posada, pedimos un cuarto. Tardé casi media hora en entrar en calor bajo el agua pelante de la ducha. Ya lista subimos al comedor. La vista de la bahía nevada era imponente, el cielo estaba estrellado, aquella noche del 15 de julio de 2010. Al día siguiente comenzaríamos nuestra nueva vida, nuestros volver a empezar. Pero rebobinemos, soy Candela y con mi hermano Waldo logramos huir de un infierno. Vivíamos en una casita de las afueras de la capital, los dos somos profesionales, él ingeniero y yo odontóloga. Nuestros padres nos dejaron en un orfelinato, porque no podían mantenernos. Nos quisieron adoptar muchas veces por separado, pero nos negábamos sistemáticamente. Somos mellizos, cuando cumplimos la mayoría de edad decidimos buscar a nuestros padres, o queríamos echarles en cara nada, sólo saber qué pasó. . Buscamos en registros, nada, como si se los hubiese tragado la tierra. Entramos en la universidad y al mismo tiempo trabajábamos para pagar la pensión, que después de un tiempo dejamos, para vivir en la casita. Ahí empezaron los problemas, en esa casa, con los vecinos. Ni mi hermano, ni yo, formamos pareja, vivíamos felices juntos, como habíamos aprendido de niños, el miedo de no tenernos, siempre estuvo latente. Yo tenía el consultorio en casa y él trabajaba en una fábrica cerca de la zona. Nos llevábamos muy bien, cada uno tenía su espacio, pero compartíamos muchos momentos juntos, hacíamos tareas de la casa, las compras, trámites. Una tarde de primavera, una vecina vino con un dolor intenso de muelas, entre el arreglo y la anestesia comenzó a hablarme preocupada de lo que se veía en el barrio. Me preguntó si Waldo era mi marido y cuando escuchó que era mi hermano, al grito de: -¡¡¡¡¡Incesto!!!! – salió de casa sin dejarme terminar de hablar. Cuando llegó mi hermano a casa, no le dio importancia, dijo que eran cosas de chismosas. Pero todo se fue agravando, carteles, pintadas en el frente, vino el cura a exorcizar la casa, nos demandaron, perdí a todos mis pacientes. Por ese tiempo a Waldo lo trasladan al fin del mundo, a dirigir una empresa. Le pedí que no me deje en este lugar, y él, con una mirada de asombro, dijo: -No te dejé en el orfanato, menos te voy a dejar acá. Salimos de noche, en el auto, recorrimos, en silencio, miles de pueblos. Al fin, al llegar a destino nos pusimos de acuerdo. Yo trabajaría en una clínica o en un consultorio, fuera de casa; él, en dirigiendo la fábrica de telefonía celular. Para el afuera seríamos un matrimonio sin hijos, sólo nosotros conoceríamos la verdad. Edith Tessari (12-julio- 2011)